Ecos del desierto by Silvia Dubovoy

Ecos del desierto by Silvia Dubovoy

autor:Silvia Dubovoy [Dubovoy, Silvia]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: JUVENILE FICTION / Social Issues / Emigration & Immigration, JUV039250, Children’s, teenage and educational, Children’s and teenage fiction and true stories, General fiction (Children’s/Teenage), YFB
editor: Fondo de Cultura Económica
publicado: 2015-09-14T00:00:00+00:00


Nunca pensé, Tlaladi Vi, que la gente se pintara serpientes, calaveras, flores, mariposas, corazones o murciélagos en hombros, espalda, pecho, tobillos o piernas. Hasta vi un chico con el cuerpo completamente tatuado, ¡su piel era una selva de dibujos! Y no lo vas a creer: hombres y mujeres se acercaban a un puesto, escogían un arete y se lo ponían en la ceja, en la nariz, en el labio, en la lengua y hasta en el ombligo. Yo vi cómo les traspasaban la piel con aretes y broches.

Eso miraba cuando una mujer me jaló:

—Déjame ver tu mano —se la extendí—. Tú tienes algo que ver con el viento.

¿Cómo supo? ¿Cómo se enteró de que Tlaladi Vi quiere decir “viento protector”?

—Son cinco dólares —me dijo.

Se los di con gusto.

Más allá había un puesto del que llegaba un olor dulzón.

—Es incienso —dijo Ricky.

En Venece, Tlaladi, puedes encontrar lo inimaginable. Es como si lo hubieran hecho con retazos de muchos mundos.

De pronto, la inmensidad se volvió azul profundo.

Por un instante pensé que ese azul era efecto del incienso. Qué cara habré puesto, que Ricky me dijo:

—Qué… ¿no conocías el mar?

Me quité los zapatos y corrí hacia él.

El agua estaba helada. Me agaché, tomé una poca con mis manos y la probé. Era salada.

El mar, Tlaladi Vi, es un mundo de agua yendo y viniendo hacia la playa, dejando su estela de espuma. Mi cansancio de semanas, mis dolores de cintura, piernas y manos, desaparecieron frente al mar.

Las olas tienen un sonido sordo; sobre ese sonido me llegó otro lejano, el de música de flautas. Lo seguí y me encontré frente a dos jóvenes que tocaban. Me senté a escucharlos teniendo como fondo el mar. Sus flautas eran de madera y tocaban música andina con una flauta de pan y una quena, eran peruanos.

—Yo toco flauta de barro —les dije cuando recogían las monedas de sus gorras.

Sonrieron y me preguntaron de dónde era mi flauta. Quedamos en vernos el siguiente domingo; tal vez podríamos formar un trío.

De regreso, Ricky y yo vimos una tienda de instrumentos musicales y, con el ronco sonido del mar y el aéreo de los Andes resonándome aún, entré a comprarme una flautita de metal y dos cuadernillos: uno para aprender a tocar esa flauta y otro para leer las notas.

Al domingo siguiente volvimos a Venece y los peruanos me oyeron tocar. No sabes el sonido que tiene mi flautita de barro junto a las otras dos: es como un vientecillo travieso entrando y saliendo por las cavidades de la tierra. Eso pensaba y sentía que ése era el paso más importante de mi vida.

Esa semana comencé a tocar la flauta de metal. Su sonido es otra cosa, como si comparáramos el arroyito de Cuicatlán con un inmenso río. Cuando toco la flauta de metal se me olvida el cansancio y quisiera que todos los días fueran fin de semana.



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